La caja

Editado por Julia Rios

Septiembre 2019

Nota de contenido

Este cuento trae temas de horror de cuerpo y describe insectos.

Debía recorrer sólo cinco estaciones del metro, pero aun así me acomodé junto a una de las puertas del vagón y continué con la lectura de un cuento sobre hipnosis en la época moderna, que había comenzado a leer en la mañana. Pasamos una de las estaciones donde sube y baja más gente, y sentí un arremolinamiento a mi alrededor, pero no despegué la vista de las páginas hasta que una señora me preguntó la hora. No era una señora de por aquí, y eso lo supe por el tono y el acento de su voz, que de inmediato reconocí como uruguayo o argentino.

Al mirarla para responderle que no sabía, corroboré que, en efecto, no era una señora “normal”: su estatura era más baja que la mía (yo ando en 1.55), y su complexión muy delgada; su piel, blanco-amarillenta, como si hubiera querido quitarse la blancura posándose muchas horas bajo el sol. Su cabello era rojo natural, escaso, pero acomodado de manera que pudiera cubrir una parte de la nariz y la cavidad donde debería estar su ojo. La verdad es que me sobresalté bastante al notar estos dos rasgos. Su nariz estaba completamente sumida en medio del rostro; las fosas nasales apenas sobresalían bajo los pómulos, haciéndome pensar en un tiburón o algún pez abisal. Su ojo, ese ojo que el escaso cabello trataba de cubrir y que era muy pequeño para la cavidad que lo contenía, parecía una perla negra brillosísima, ensartada en la punta filosa de un hueso diminuto que sobresalía de lo que debería ser su párpado inferior. Pero no. Nada de párpados. Ni globo ocular. Sólo la cavidad negra y seca, y esa perla. Traté de disimular mi expresión de asombro y decir algo, pero no me salían las palabras.

No sé si ella lo notó, pero en lugar de molestarse o sentirse incómoda, insistió en el asunto:

Han de ser como las tres y media, ¿no?; seguro todavía no dan las cuatro, ¿no?

Entendí que era mi oportunidad de reaccionar y le confirmé que sí, que seguro no eran las cuatro aún, mientras buscaba mi celular en la bolsa. Al fin lo hallé al fondo del paraguas, el monedero y mi libreta, y oprimí el botón para iluminar la pantalla que, en efecto, anunciaba 3:20.

Lo mostré a la señora, quien hizo una mueca que supuse era una sonrisa y, mirándome fijo con su ojo izquierdo, el que sí era ojo, me dijo:

Lo sabía, sabía que ahora sí iba a terminar el encargo a tiempo. Mirá, contá: salí a las 2:15, fui por los lazos para atar la caja al carrito que uso para ir al súper, y llegué al estacionamiento donde guardan La Carroza para que me entregaran el envase que va dentro de la caja. Embalarlo es todo un lío porque dentro va el bichito este que hay que entregar, rodeado de un líquido que apesta terrible, vieras, y como no debe quebrarse ni ser tocado por luz alguna, lo envuelven con una frazada negra y lo rodean de estas bolitas plásticas blancas… ¿cómo les llaman ustedes? ¿Unixel? …

Unicel, la interrumpí, sin saber cómo explicarle que faltaban sólo dos estaciones para bajarme, pero ella siguió:

Sí, y entonces, cuando ya tenía el atado listo, pregunté a uno de los señorones que despachan las boletas de entrega del envase qué hora era, y él, muy serio, como diciéndome “Ahora sí te salvas”, miró su pulsera-reloj y respondió: “2:45, Mercedes”.

Me dio gusto que ese boludo recordara mi nombre, pero luego pensé “Claro, cómo no lo va a recordar, si soy la única que ha sobrevivido a tantas entregas con retraso”.

Entonces se calló por un momento y pude mirarla de nuevo, ya sin miedo, sino más bien con mucha intriga. Iba a preguntarle si eso tenía que ver con lo que le había pasado en la cara, y como adivinándome el pensamiento, retomó:

Vos no sabés, pero cuando entregás tarde el bichito este, aunque sea un minuto, se despierta y hace un caos con el envase y la caja hasta que se sale y tenés que encontrar la forma de alcanzarlo y volverlo a meter, porque si se queda mucho tiempo aquí en este ambiente, se muere o crece todo deforme, el pobrecito, vieras. Y los castigos de los dueños son así de severos. Pero el lío de agarrarlo y empacarlo de nuevo es terrible. Muerde, rasguña, te escupe veneno y su piel destila un no sé qué que te deja un ardor en la parte del cuerpo que te haya tocado, que con el tiempo se convierte en manchoncitos rojos, mirá …

Y sí, no pude evitar mirar con detalle lo que a primera vista pensé que eran marcas de la vejez o de alguna enfermedad cutánea en sus brazos, parte del cuello y el pecho que, en ese momento noté, tenía dos hendiduras parecidas a la cavidad ocular donde alguna vez, supongo, hubo un par de senos.

Creo que mi expresión de susto-asombro fue muy evidente, porque ella me dijo, tocando mi brazo como para confortarme:

No te preocupés, no fue tan doloroso. Un día descubrí que si acunaba a los bichitos en el pecho, se calmaban y se dormían como bebés … Imagináte, yo que nunca quise parir críos, terminé ofreciendo el pecho a estos bribones. No los podía alimentar, pero el calor que mi cuerpo emanaba, sobre todo después de la carrera hasta alcanzarlos, era suficiente para mantenerlos tranquilos. La cosa es que ahí se quedaban hasta que llegaba al lugar donde debía entregarlos, y cuando los dejaba ahí, la piel ya ni la sentía del ardor y la quemazón que me dejaban con sus babas, porque se dormían durante el trayecto y babeaban horrores. Pero hoy nada de eso pasará.

Mirá [decía señalando los iconos de la ruta del metro con un dedo al que le faltaba la primera falange,]: sólo tengo que hacer una intersección con la línea café y avanzar dos estaciones; después, salir y caminar un par de cuadras atrás de la iglesia de las torres con gárgolas, sí sabés cuál, ¿no? La dueña del bichito me esperará en el jardín de su casa en punto de las 4:00.

Seguí con la mirada los iconos que señalaba y noté que ya me había pasado como dos estaciones de mi destino. No sé por qué, al darme cuenta de que el regreso sería fastidioso a esa hora, decidí ofrecerme a acompañarla. A veces me pasa así cuando estoy en situaciones que rompen con mi rutina diaria: si son de por sí extrañas, yo busco llegar a sus límites. Por fortuna, sólo una vez terminé muy mal, tomando en cuenta que fue un mal que se prolongó durante tres años.

En fin, que Mercedes se me quedó mirando muy seria con su ojo izquierdo y después asintió despacio con la cabeza, advirtiéndome lo siguiente:

Vení si querés, pero si me hacés perder tiempo y el bichito se escapa, tú vas por él, ¿estamos?

Una vez más, casi en automático, sin mirar siquiera el reloj para saber cuánto tiempo quedaba, le dije que sí, estamos. Bajamos en la siguiente estación y atravesamos los pasillos para hacer el transbordo. Ya había pasado por ahí muchas veces, pero ahora me parecieron eternos.

Mientras caminábamos echaba un vistazo a la caja. Nadie imaginaría lo que llevaba dentro: era una caja gruesa, de las que se usan para empacar vinos. No llevaba envolturas ni nada más que los lazos con que ella la había atado muy bien. Se notaba su experiencia haciendo nudos.

Mercedes avanzaba firme y veloz, pero sin hacer notar que llevaba prisa. Al fin llegamos al andén y no pude evitar consultar la hora en el enorme reloj. 3:45.

Vamos bien, ¿verdad?, me preguntó al notar que había checado la hora.

Sí, vamos bien, le contesté, mientras vi que el tren llegaba y que casi no había gente. Se me hacía raro que si su trabajo dependía tanto de la hora, no portara un reloj. Después entendí que era normal: tener el peso del tiempo tan a la mano seguramente le provocaría más ansiedad si algo la retrasaba. Íbamos en silencio, quizá porque ambas estábamos a la expectativa de cumplir bien con la tarea asignada.

De pronto sentí la mirada de su ojo izquierdo en uno de los tatuajes de mi brazo.

Qué lindo, me dijo, ¿te dolió cuando …

Su pregunta se vio interrumpida intempestivamente por un enfrenón del tren. Las luces se apagaron al poco tiempo. La tensión se hacía más densa con la inmovilidad a oscuras que parecía extenderse en nuestros cuerpos.

No puede ser, pensé, y luego lo dije, y luego casi lo grité cuando, varios minutos después, la caja empezó a agitarse con fuerza, hasta que los lazos se reventaron y una tapa circular salió volando junto con una cosa que no sé cómo llamar.

Ella le decía bicho por decir algo, pero eso era lo más parecido a una harpía de las que abundan en los libros sobre monstruos míticos … No lo podía creer.

En verdad apestaba.

Corrió debajo de los asientos, provocando el pánico entre la poca gente que de por sí ya estaba muy nerviosa después de estar tanto tiempo ahí abajo. Yo no tenía ni idea de cómo iba a agarrar esa cosa y meterla de nuevo en el frasco y luego a la caja. Mercedes dio un suspiro muy grande, que traslucía su enorme cansancio y frustración, y tocándome otra vez el brazo, me dijo:

No te preocupés, esto no es tu culpa, ya voy yo.

Antes de que pudiera decirle algo, ya estaba ella persiguiendo al bicho ese, cuando vi que salió por la ventana.

¡No! Alcancé a gritar, pero Mercedes volteó a verme con su ojo izquierdo y, a manera de despedida, soltó un último No te preocupés, éste no se me va.

La luz volvió a encenderse y la vi correr a través de la puerta transparente, saltando las vías con agilidad animal. No recuerdo haberla visto trepar por la ventana para cruzar al otro lado.

La gente estaba arrinconada al final del vagón, y yo sólo deseaba llegar a la siguiente estación y salir corriendo a donde estaría la dueña del bicho esperando a Mercedes y decirle que no se enojara, que no se desesperara, que ella llegaría, seguro que llegaría con su encargo.

© 2019 Iliana Vargas

Sobre el autor

Iliana Vargas

Iliana Vargas (Ciudad de México, 1978). Escribe narrativa de la imaginación fantástica y notas híbridas sobre aquello que llame su atención literaria o especulativa. Es autora de los libros de cuentos Joni Munn y otras alteraciones del psicosoma (Fondo Editorial Tierra Adentro, Conaculta, 2012), Magnetofónica (Ediciones y Punto, Colección Averno, núm. 4, 2015), y Habitantes del aire caníbal (Resistencia, 2017). Su obra forma parte de varias antologías y ha publicado cuentos, reseñas, y ensayos en medios impresos y electrónicos de México y el extranjero.