Larga Distancia
por Raquel Castro
Editado por Julia Rios
Julio 2019
A veces, mi madre me llama sólo para saludar: me dice que se acordó de mí por una canción que escuchó en el microbús o por una fotografía en una revista (ella insiste en que me parezco a cierto actor de moda), me cuenta en pocos minutos cómo le ha ido, cómo está la familia y entonces se despide.
En estos casos me da gusto que me busque; tanto, que ni siquiera le comento que su llamada siempre me despierta y que tardo mucho en volver a conciliar el sueño. Realmente me hace feliz saber que me quiere pese a todo.
Pero hay otras veces en que llama para quejarse: de mi ausencia, de su soledad, de lo frío que me he vuelto con ella, de mis visitas cada vez más esporádicas, sin que le valgan las razones (bien que sabe que no es tan sencillo que yo haga el viaje). Llora, grita que no pongo nada de mi parte…. ¡Cómo reprocha! Y me acusa de que de un tiempo a la fecha me he vuelto de lo más egoísta e indiferente.
También se pone sentenciosa y me sale con que un accidente – lo dice así, con desprecio, en vez de decir EL accidente – no es justificación para haberme alejado tanto.
En esos casos yo me enojo, la verdad. Se me hace muy injusto que se ponga en ese plan, así que mejor opto por no responderle. Y claro, entonces ella enfurece y me manda al diablo… Al rato se calma y vuelve a llamarme, me pide perdón, dice que me extraña, que la entienda, que le duele que me haya ido así; pero yo, haciéndome el digno, muevo el vaso tercamente sobre la tabla, una y otra vez hacia la palabra “adiós”.